Murió el dictador Emilio Massera. Lo acaban de informar agencias y portales informativos. Estaba internado en el Hospital Naval. La vida le soltó la mano hace poco más de una hora. Lo llorarán sus familiares más cercanos, quizás algún puñado de amigos. Pero nadie más. Nada más.
En el 2005 una pericia médica determinó que un aneurisma lo dejó incapacitado para declarar en las múltiples causas abiertas en su contra por delitos de lesa humanidad durante el genocidio. Fue declarado incapaz por demencia y esas causas se cerraron definitivamente. No hubo juicio y castigo. No hubo condena. No tuvo que escuchar de parte de los jueces las penas que, de otro modo, invariablemente le hubieran correspondido.
Fue un tipo con suerte. Las leyes de la impunidad que fueron derogadas a comienzos de este siglo le permitieron ganar tiempo. Y cuando dejaron de estar en vigencia, algunos jueces de la corporación judicial se encargaron de demorar más la cuestión. El aneurisma termino siendo para el la salvación que no merecía.
La muerte no es un episodio para celebrar, ni siquiera cuando se trata de hijos de puta de este calibre. Pero sí es legítimo sentir indiferencia. Acaso un sentimiento mucho peor. Al fin de cuentas se lo tiene merecido. Murió impune y atendido como un militar en actividad en el hospital que lo cobijó durante su dolencia.
La vida le solto la mano…y terminó haciéndole un favor.
Marcelo Bartolomé
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